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María Irma y el poder de unas meriendas

  • Writer: Valeria S. Acevedo Argüelles
    Valeria S. Acevedo Argüelles
  • Feb 17, 2023
  • 5 min read

Updated: Feb 18, 2023


10 de febrero del 2023. Imagen por Fernando Marini.

Tan pronto finalizamos la entrevista, María Irma nos invitó a la sala para comernos unos snacks antes de partir. “Vamos, para que se tomen un juguito,” dijo. Efectivamente, nos dio a cada uno un vaso de jugo de china, y nos sirvió un plato con meriendas que puso en las típicas mesitas plegables de la madera. Nos dio raspberries, blackberries y dulces. En este escenario, que me hizo sentir como si estuviera en casa de mi abuela paterna por primera vez en muchos años, nos dijo que podíamos volver cuando quisiéramos. Que le avisaramos de antemano para que un viernes de estos nos cocinara.


En todo este proceso de entrevistas, he percatado cómo algo tan cotidiano como unas meriendas o una comida son suficientes para fomentar lazos entre personas. En la Casa del Laurel, la cafetería que corre Israel en la calle Jefferson, este fenómeno es más que palpable. Los viejitos van allí a almorzar, a darse sus palos, y de una vez entablan conversación entre ellos. He sido afortunada de ser parte de estas conversaciones, en donde la comida sirve como un punto de encuentro. Y en casa de María Irma, luego de toda una tarde de historias y recuerdos difíciles, el juguito de china y las meriendas fueron la conclusión perfecta.


Aunque la comunión social que trae el alimento parece obvia, para mí no lo fue por un tiempo. El año pasado, especialmente, la comida fue como un enemigo. Era la causa de mucho odio dirigido hacia mí misma. Mientras más me “controlaba” alrededor de ella, mientras menos comía, era mejor persona. Me veía mejor. La gente me amaría más. Sería más bonita, más agradable. Valdría más como persona y otros lo notarían. En resumen, era la fuente de un sinnúmero de inseguridades. Clínicamente, nunca me diagnosticaron con ningún trastorno alimentario. Sin embargo, eran pensamientos que me consumían diariamente, como un “mostrito” annoying dentro de mi cráneo que no encontraba la manera de arrancar.


Esto significó que veía a la comida como algo meramente funcional sin sus implicaciones culturales. Me decía a mí misma, “no necesito al azúcar para vivir; me volveré adicta a ella si tan solo le hecho una cucharada al café”. Entonces, cuando iba a casa de mi abuela materna, empecé a decirle, “Iata, no le eches azúcar a mi taza”. Si en algún momento le echaba sin querer, ya empezaba el “mostrito” de nuevo a jorobar. Inmediatamente, tenía que incluir la cucharada de azúcar en la cantidad de calorías que había consumido en el día. Miraba cómo el número de calorías permitidas para el resto del día bajaba en la aplicación de mi celular. Empezaba una nueva ola de estrés—todo porque mi abuela me quiso dar el café con azúcar. Todo lo frito era innecesario también. ¿Cómo le explico a la aplicación qué es una alcapurria o un bacalaito? ¿Un sorullo? No poder contabilizarlo me “frikiaba”. Decidía no comerlos y ya, por miedo a no saber el número de calorías exacta de cada fritura. Recuerdo que hasta intenté hacer tostones en el horno o en el air-fryer en vez de freírlos, porque al menos conocía las calorías de un plátano por sí solo. Hubo una vez, cuando me hospedaba en casa de mi tía en Bayamón, que intentamos hacer los tostones en el air-fryer. Insistí en hacerlos así. Claramente, no estaban quedando como se supone. Se “esmoronaban”. Y ella, para arreglar el injerto, le echó una capita de aceite. La observé de lejos. El “mostrito” me dijo, “ya los arruinó”. Cuando estuvieron listos, me limité a tan solo dos a tres tostones como mucho.


Así vivía yo. Poco a poco, la mayoría de la comida criolla era una fuente de miedo. Demasiados carbohidratos. Demasiadas calorías. Demasiada grasa. Demasiada azúcar. Demasiado sodio. Demasiado todo. Mi concepción de “saludable” no podía incluir los platos favoritos de mi infancia.


A veces me pongo a pensar en cómo percibía al mundo, en la persona que era en ese momento. Qué triste, ¿no? A veces me pongo a pensar en cómo hubieran sido estos proceso de entrevista si todavía viviera con estos miedos. Si cuando María Irma nos invitara a un jugo de china, el “mostrito” me dijera: “No te lo tomes, el jugo es pura azúcar; la fruta tiene más fibra”. O si entre las raspberries, las blackberries y los dulces típicos, me hubiera limitado solamente a las frutas. Qué hubiera pasado si no me hubiera comido el flan que nos ofrece Israel cada vez que vamos a su cafetería, o si no me hubiera comido las viandas. Si le tuviera miedo al aceite que le echa al bacala’o en una serenata. En cómo, rápidamente, el compartir con estas personas se convertiría en una fuente de estrés más que una fuente de alegría.


Mientras más lo pienso, más me enojo. Y mi enojo es, en realidad, un reflejo de mi gran pena. María Irma nos habló sobre algunos estragos de su vida, los abusos que sufrió a consecuencia de su raza y su género. Las expectativas sociales. El no poder separarse de su abusador por miedo a ser una mujer divorciada, como si fuera mayor crimen ser una mujer divorciada que ser su abusador. ¿Quién sufrió la mayor condena entre ambos? Eventualmente, él se fue con otra mujer y falleció poco después por fallo del hígado—era alcohólico. Así que, gracias a Dios ella logró liberarse al fin y al cabo. En medio de la entrevista, no encontraba cómo decirle que escuchar sus sufrimientos me acordaban a cosas que sufrieron mis abuelas también. No pienso que hubiera sido apropiado anyways, pero lo que quiero decir es que yo le agradezco tantas cosas a mis abuelas. Siempre las tengo en mente. Son mujeres como María Irma. Tengo un respeto por las mujeres de su generación que nunca sé expresar completamente o cómo ponerlo en palabras. Pasaron por tantos estragos (tanta mierda) para asegurar una vida plena para sus hijos y los hijos de sus hijos. Y aunque suene ridículo, algo tan sencillo como ofrecerme unas meriendas me trae un sentido de confort que tampoco sé cómo agradecerles. Es como un abrazo. Es como decir, no estás sola. No tienes que temerle al azúcar de los dulces ni del jugo ni en el café de tu abuela. Todo está bien. Estos pequeños gestos de aprecio son parte de tu tradición, de tu cultura.


Me permiten destrozar la fachada de lo “saludable” del “mostrito”. Me permiten arrancarlo de mi cráneo finalmente. Y me dan paz y confianza en mí misma. Y aunque nunca se lo expresaré a María Irma de la manera en que lo expreso aquí, le agradezco su tacto. Me ayuda a curar heridas que no sabía iban a sanar al conocer a estas personas. Deep down, me ayudan a ser alguien mejor y quererme más a mí misma. Así que, por esta razón, siempre estaré consciente de y agradeceré el efecto que estos pequeños gestos tienen en mí. A cambio, espero hacerle justicia a sus historias.




(Tres fotos) 15 de diciembre del 2022. Mi primer manjar en La casa del Laurel.


3 de febrero del 2023. La primera comida de Fernando, fotógrafo del proyecto, en La casa del Laurel. Fue el primer día que estuvo con nosotres en las entrevistas. Antes de que nos sirvieran la comida, andaba tomando fotos del espacio.


8 de febrero del 2022. Tocaba un flan luego de entrevistar a Israel.



 
 
 

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